Por Ernesto Garratt
“El Prodigio” es una pieza mayor porque resume el signo de los tiempos hablando justamente de otro tiempo. Mediante el uso de los ropajes sofisticados del cine de época, la Irlanda rural del siglo XIX, el director chileno Sebastián Lelio reflexiona en la que es hasta ahora su mejor película, lo que es mucho decir teniendo a su haber “Gloria”, “Sagrada Familia” y la ganadora del Oscar “Una Mujer Fantástica”, sobre el choque entre dogma y razón, fe y ciencia, y pensamiento mágico versus pensamiento crítico.
Una dicotomía que además nos lleva por los linderos de las FAKE NEWS del siglo XXI, y la defensa del dogma y la incapacidad de salirse de un sistema de creencias basado en mentiras para abrazar, merced un pensamiento crítico, la argumentación de los hechos chequeados bajo el amparo de la razón.
Es verdad que esta dialéctica no es nada nueva en la historia del cine, pero la manera en que se desarrolla esta historia, desde el mismo making of de su filmación (esto parte en los estudios donde se está filmando “El Prodigio”) hasta internarse en su propia narrativa, en su propia representación, cruzando la frontera tácita con el público entre ficción y “realidad” (o lo que debería asumirse como si fuera una realidad), deja en claro que Lelio subraya lo difuso, confuso y hasta ilusorio que resulta pasar de la mentira a la verdad y viceversa en un artefacto con la señalética del poder de la ficción como motor.
Este ejercicio de cine “meta cine” se condice y se apoya en toda la fuerza audiovisual del prodigioso cine de Lelio para armonizarse con la tesis de su soberbia película: Florence Pugh es una enfermera inglesa que viaja desde la urbe británica hasta la Irlanda rural en el siglo XIX con una tarea fija. Ella debe certificar si un milagro es en verdad eso: milagroso.
Provista con las herramientas de la razón y la ciencia, la joven Lib Wright (Florence Pugh) va premunida y resuelta a desenmascarar el supuesto engaño sostenido por una niña de 11 años, la increíble actriz Kíla Lord Cassidy, quien, y este es el milagro, lleva viva y saludable cuatro meses sin aparentemente comer ni un mendrugo de pan.
Hay gato encerrado, sin duda, pero durante el proceso de descubrimiento, la metodología implacable de la enfermera cede terreno a otro factor e inteligencia con el que no contaba que iba a surgir.
La llamada inteligencia emocional.
Sabemos que lo maravilloso del método científico es que busca siempre que sus paradigmas sean superados por un nuevo modo de decodificar la realidad. A diferencia del inamovible dogma de la fe, la esencia del pensamiento científico radica en su constante corrección, en una eterna búsqueda de la esquiva y etérea verdad. La base entonces es darse de cuenta de su error una y otra vez.
Bajo esa lógica dramática funciona esta historia que honra el acto de contar historias a través de una sólida puesta en escena que trabaja en armonía con la tesis de “El Prodigio”: esto está construido desde el meta relato, como ya lo dijimos, pero un meta relato con la capacidad de una lúcida autoconsciencia.
De hecho, esta idea se resume en la frase “Adentro, afuera. Adentro, afuera”, que reza la actriz irlandesa Niamh Algar en un acto de meta cine y cuarta pared, como metáfora de lo que significa estar “adentro” de una ficción y afuera de ella y en alusión a la libertad y cautiverio que afecta a la niña, prisionera del fanatismo religioso, cuando juega con un taumatropo: artefacto popular del siglo XIX que produce el efecto óptico de ver a un pájaro libre y luego enjaulado; y luego libre.
En ese sentido, el guion escrito por el propio Lelio, Alice Birch (escritora de “Normal People”, “Succession”, “Lady Macbeth”) y la autora de la novela en la que se basa el filme, Emma Donoghue (la misma de la estremecedora cinta “Room”), quedó como mecanismo perfecto de relojería: cada pieza funciona desde su resorte interior para hacer surgir la gran idea de emoción que representa la fábula mayor del relato: somos historias, nos contamos historias e incluso, tenemos la capacidad de escribir nuestra propia historia… desde cero.
Debo mencionar la fotografía de la talentosa Ari Wegner, quien ya antes nos demostró su poder audiovisual con la cinta “The Power of The Dog”, de Jane Campion. Ari Wegner usa la cámara como si fuera una paleta de colores viva y produce una pintura viviente del paisaje irlandés: esas praderas verde musgo y tristemente dispuestas y recortadas por el cielo gris, en conjunto aquilatan una unidad visual que se apodera de nuestra atención y cobra un inusitado protagonismo. Eso, sin mencionar cómo Ari Wegner sabe esculpir con la luz el rostro angustiado de Florence Pugh mientras la música de Matthew Herbert nos subraya y anuncia con sus notas agudas el milagro maravilloso que está por ocurrir.
“El prodigio” es no solo una película muy inteligente, sino que además se trata de una pieza mayor del cine y del cine de Sebastián Lelio: es hasta la fecha su historia más perfecta y reúne todas las condiciones para ser valorada, nominada y considerada con creces en la temporada de premios de Hollywood que ya viene. No por nada estuvo en Telluride, en Toronto y en San Sebastián.