La figura del vampiro me atrae desde chiquito porque, bueno, me asustó. Me aterró ver La noche del vampiro (Salems Lot), miniserie basada en la novela homónima de Stephen King. Cuando la vi en el viejo IRT en blanco y negro de mi vieja, estábamos en la dictadura de Pinochet, circa 1979, y lo que pasaba afuera, allá en las calles en toque de queda, parecía ser tan horrible como la fantasmagórica figura de ese Nosferatu calvo y dientudo flotando afuera de la ventana de sus víctimas.
Yo, siendo un niño, intuía lo horrible que podían ser las noches chilenas por lo que susurraban los grandes sobre las atrocidades como violaciones a los DDHH que se cometían en nombre de la dictadura cívico-militar. Nadie nunca me lo dijo directamente por temor a que uno repitiera como loro algo inapropiado en el colegio. Pero de todas maneras, paraba la oreja y siempre asocié ese horror tabú del que se hablaba en voz baja con la aparición de vampiros monstruosos en la TV chilena.
En la primera novela que escribí, Allegados (Hueders, 2017), decidí que mi personaje principal, un adolescente de 16 años en el contexto del Chile del plebiscito del año 1988, escribiera y dibujara una historia de vampiros. Pero no de cualquier vampiro, sino un chupasangre del futuro, harto de ser vampiro y alguien que busca su humanidad perdida en un orden donde se premia al abuso, chuparle la sangre a los más desposeídos y a los débiles en general: es decir, a los humanos sin los privilegios de los vampiros.
La figura del vampiro, ya cuando fui viejo, se me fue presentando como la de un explotador capitalista: un aristócrata rancio que no desea perder sus privilegios: vida eterna, lujos, servidumbre, salir a lesear toda la noche, dormir a pata suelta durante el día y no trabajarle un día a nadie, mientras busca chuparle la sangre a los que no son como él, y es mediante ese acto de explotación que logra mantenerse joven y en la cúspide de la pirámide alimenticia.
Drácula en la novela de Bram Stoker, de hecho está preocupado del negocio inmobiliario, de expandir su imperio materialista y así conoce al vendedor de casas de cuya novia se termina por enamorar y obsesionar.
Estamos en 2020 y las metáforas de los vampiros que viven chupándonos la sangre son tan literales que uno los ve todos los días en los medios, cómplices del injusto modelo que nos rige: ejecutivos de las AFP, economistas de think tank pagados por grandes empresariados, ejércitos de Chicago Boys listos para exprimirnos la sangre, los sueldos, las jubilaciones y las almas con tal de hacer negocios, lucrar y rentabilizar su tóxica avaricia.
Los castillos modernos son las torres de cristal de sus corporaciones desde donde nos succionan la vida para mantenerse eternamente inhumanos.
Mihai se llama el vampiro de Allegados y es un vampiro del futuro que no desea ser más un ser así de abominable. Es un vampiro vegano, que se extirpa los colmillos y que manda a pintar su retrato en todos los espejos de su castillo porque desea ver su reflejo, porque, no lo esconde, desea ser humano.
Drácula romantizado por la versión de Coppola, satirizado en la versión de Polanski, parodiado en la estúpida y sensual de Leslie Nielsen, sigue siendo un capitalista sin alma. Literal. Y su versión más primitiva, más animal y predadora y, por eso, más temible, son las películas de F.W. Murnau (1922) y luego la de Werneg Herzog (1979): esas dos adaptaciones llamadas Nosferatu y con una bestia sin escrúpulos alimentándose de la explotación del hombre por el hombre.
Puedo reírme del magnífico mockumentary de vampiros (la serie y el filme), What We Do in the Shadows‘, imaginado por Taika Waititi. Pero en el fondo, me dan pavor. Los vampiros reales y los imaginarios me aterrorizan porque tienen al final el mismo principio: nos ven como comida, no son capaces de empatizar, no pueden verse en el espejo como seres humanos iguales a los demás, odian que los humanos más vulgares comamos y estemos pasados a ajo. Y aunque los mandes a los tribunales por corrupción y/o cohecho o a la tumba, dependiendo del caso, siempre regresan a la vida, listos para caminar entre nosotros como esas oscuras criaturas de la noche que son, en una completa impunidad. Por lo menos con los vampiros de la tele uno puede parar la película. En la vida real, falta mucho aún para que podamos reescribir el guion de un nuevo país, más justo, más equitativo.
Sin estos monstruos del capitalismo salvaje que nos ahoga día a día.