El vino del estío (Dandelion wine, 1957) es una novela que presagia todas aquellas novelas, y sus adaptaciones al cine, que tratan sobre la infancia misma. Todo lo que configura una infancia; el momento histórico, las primeras experiencias, la elasticidad del tiempo; se encuentran en esta novela de Ray Brabdury, que no suele ser muy nombrada. Sí, convengamos que Mark Twain se adelanta a Bradbury con Las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, en ochenta años, y que Papelucho, de Marcela Paz, fue publicado en 1947. Pero cuando pienso en la génesis de Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986) y Stranger things (Duffer brothers, 2016), se me viene a la cabeza el nombre de Douglas Spaulding, de 12 años cumplidos, en el verano de Green Town.
No es casualidad, yo la leí un verano en Puente Alto, más o menos a la misma edad. Ha sido uno de los pocos libros a los que vuelvo para encontrar esa aura de sanctasanctórum, en la que poder ver los reflejos de lo que fui entonces. Yo quise para mí las experiencias de Douglas; esas aventuras surrealistas, fantásticas, de terror, sin tener mucha conciencia que yo viví las mías en el planeta Chile, en los años 80s, en plena dictadura. Tal vez por eso, porque vibrábamos en una misma sintonía, empaticé con el personaje, que no es otro que el mismísimo Ray en 1928.
A Bradbury no lo puedo ubicar en qué momento le conocí. Quizá siempre lo hice, es parte del ADN de todos los aficionados a la ciencia ficción. Una de mis primeras lecturas de su obra fue en la escuela básica. Su Encuentro nocturno (1950) era parte de los libros de enseñanza en castellano. Parte de Las crónicas marcianas, también. El encuentro de Tomás Gómez (sí, en español) con un marciano, una cálida noche en el Planeta Rojo, se transformó en toda una revelación que me hizo querer saber más del autor. Y es cuando se me nublan las memorias, porque mi padre tenía una pequeña colección de revistas para adultos que yo descubrí casualmente. En ellas, había también otro relato, El peatón (1951), que se adelanta a varios temas que revisaría en Fahrenheit 451, y que le acompañarían hasta el último momento.
Bradbury es un urbanita y le encantan las ciudades vivibles, aquellas en donde su población las hace suyas y ocupa sus plazas y calles para hacer un ideal de vida social que quizás sólo estuvo en su cabeza. Siempre miró con preocupación la destrucción de la civilidad y la arquitectura, y estuvo disponible para ser consultado sobre estos temas. Escribió diatribas sobre la pérdida de un sistema de vida norteamericano, con tanta pasión, que casi se tiene la sensación de que el autor se había arrojado a los brazos de los reaccionarios. Le leí cuentos tan malos y lacrimógenos, lamentándose de que el mundo ya no era de cierta manera, que comencé a sospechar que ya se le habían escapado las cabras para el monte. Sin embargo, se lo perdoné todo a fuerza de recordar cuantos libros nos había dado para la posteridad. Crónicas Marcianas, Remedio para Melancólicos, Canto el cuerpo eléctrico, Fahrenheit 451, El hombre ilustrado, La feria de las tinieblas, El maravilloso traje de color vainilla, Cementerio para lunáticos. Viniendo desde la Edad de Oro de la ciencia ficción norteamericana, ayudó a crear una imagen pública del género a nivel mundial.
En todo caso, haciendo un ejercicio de pensamiento lateral, qué extraña idea esa de incluir ciencia ficción en revistas para adultos.
Volviendo a El vino del estío, hay ciertas imágenes que se quedaron conmigo. Los amantes condenados que nunca pueden coincidir en el mismo flujo del tiempo y el coronel anciano que escucha los cascos de los bisontes. La familia haciendo la limpieza anual y azotando las alfombras, despegando las historias pasadas para acumular nuevas. La Máquina de la Felicidad, la Máquina Verde, las máquinas del tiempo. La terrible Madame Tarot. En 2013, con Kathy nos fuimos de luna de miel a Nueva York, nos gastamos todo lo que pensamos iba a ser una fiesta de matrimonio, pero que se fue complicando y finalmente decidimos en que la plata iba a tener mejor destino en un viaje fantabuloso.
En Coney Island pasamos por la entrada de bajo nivel que da acceso al parque de diversiones y la increíble rueda de Chicago. En un rincón encontramos una máquina de decir fortunas y dentro de ella nos miraba Madame Tarot. Pusimos una moneda en la ranura y comenzó a moverse espasmódicamente para liberar las tarjetitas que te decían tu fortuna. No me acuerdo qué decía la mía, yo sólo pensaba en el mecanismo mágico que la hacía moverse y en la gran tradición de autómatas que, a lo largo de la historia, nos han fascinado. Desde jugadores robóticos árabes del medioevo hasta la última amante de Casanova (Fellini, 1976). Ese relato de Bradbury, en el libro, es una verdadera experiencia del género del horror.
No lo sabía, pero El vino del estío forma parte de una trilogía. Me sorprendió saberlo porque no te consideraba, Ray, capaz de caer en una trampa publicitaria de ese calibre. Quizá no fue tu idea, pero la trilogía de Greentown sigue con La feria de las tinieblas (1962) y El verano de la despedida (2006). La feria de las tinieblas tuvo una adaptación fílmica en 1983, con Diane Ladd y Jason Robards, que no es tan mala como dicen sus detractores. En un episodio de Freakazoid! (1995), Fanboy le cuenta a nuestro héroe que Tron (1982) no fue el peor fracaso para Disney, aquel año, sino esta película. Cierto, pero qué descaro. Hay gente que sólo quiere ver arder el mundo.
¡Ay Bradbury, te moriste! Y desde entonces no paras de hacerlo todos los años, impajaritablemente. Todavía nos queda gente a la que sorprender y en internet, en la misma fecha, sale la noticia de tu muerte como un evento fresco, de la semana pasada. Ese es un detalle más para agregar a tu increíble forma de creatividad. Siempre, siempre, siempre, te recordaré como el hombre al que seguimos hasta su despacho, en la intro de El teatro de Ray Bradbury (1985), y que se dice: La gente me pregunta de dónde saco mis ideas, y la respuesta es obvia. Todos vivimos dentro de tu cabeza.