El clásico del animé está disponible en Sala Nemesio en enero gracias a Sato Company. Ahora podrás ver “Akira” como nunca antes la viste: en una copia impresionantemente mejorada en formato DCP, sonido Dolby 5.1 y que nos hace recordar que estamos ante uno de los mejores filmes de la historia del séptimo arte. Amén.
A pesar de los 35 años que lleva encima, el visionado en Sala Nemesio de “Akira”, de Katsuhiro Ôtomo, resulta atestiguar un jovial y prodigioso ejercicio cinético que parece hecho hoy en día: en 2024. La visionaria puesta en escena de Katsuhiro Ôtomo, increíble creativo que no solo concibió el manga en que se basa esta historia sino que además el portentoso animé del que hablamos ahora, es digna de estudio y aplausos porque usando solo efectos ópticos artesanales, hechos a mano y durante años de arduo trabajo, logra levantar un mundo distópico tan real como el que habitamos aquí y ahora.
Resulta del todo profético que la historia de “Akira” esté ambientada en un 2019 lleno de protesta social, incertidumbre política y caos espiritual: un inesperado espejo de lo que fue el Chile del estallido y protesta social justamente de 2019. Son reflejos y destellos de la condición humana que supo y sabe leer y disectar tan bien en calidad de autor el señor Katsuhiro Ôtomo: un cirujano de la animación que planta sobre la superficie de la pantalla el filo de su tinta para abrir, como un bisturí abre la piel, la capa que esconde el secreto que lo fuimos, somos y seremos.
Clickea aquí para la programación de Akira en Sala Nemesio
“Akira” es un clásico que tiene 35 años sin que se noten sus arrugas porque su propio sistema y sabia construcción narrativa produce una energía juvenil permanente. Una vibración tan adolescente como lo son sus bravucones protagonistas, los jóvenes pandilleros Tetsuo y Kaneda: amigos desde la tierna infancia y convertidos en el brutal año de 2019 en las dos esquinas de una amistad basada en la velocidad de sus motocicletas en fuga, las despiadadas peleas callejeras y el descontrol periférico de las pastillas y estimulantes en una decadente mega ciudad, Neo Tokio, heredera de Metrópolis de Fritz Lang y de la ciudad de Los Angeles de Blade Runner, curiosamente ambientada en el mismo año: 2019.
“Akira” entonces remueve el presente desde los años 80, década de su creación y punto de inicio de influencia de una ornada cultural sci fi y de cyberpunk magistral que aún vive y respira fuerte en la cultura pop. Con una profunda conciencia histórica y de la identidad nipona, Otomo reflexiona desde los años 80 sobre cómo Japón está extraviado de su propia identidad debajo de una abultada capa de influencia occidental. Que el misterio de Akira esté escondido y sellado bajo siete llaves a cientos de metros de profundidad bajo el suelo del estadio olímpico, es una metáfora sobre lo profundo que está enterrada la identidad nipona: al fondo, muy, muy abajo, bajo un manto de olvido y trauma provocado -en esta ficción distópica pero con ecos en la realidad- por la gran explosión de la Tercera Guerra Mundial de 1988 y que, en el relato de la película, destruyó lo que quedaba de Tokio.
Esa explosión gigantesca con la que comienza “Akira” es el recuerdo de la derrota de la Segunda Guerra Mundial bajo el poder incontrolable de la hecatombe nuclear: una imagen que tiene su correspondencia en el poder incontrolable desatado en 1988 por Akira, un niño con habilidades supernaturales y que representa el leit motiv de esta historia soberbia y que se traduce en una idea brutal: el control de un poder supremo irremediablemente termina mal y en tragedia.
Si te gustó Oppenheimer, de alguna manera esta cinta es el reverso ya que explora los efectos traumatizantes sobre Japón cuando se soltaron las malditas bombas nucleares sobre 300 mil civiles desarmados.
La historia de la película es la de Tetsuo: el chico pandillero más débil que, por arte de un guion perfecto, se convierte en el ser más poderoso del planeta: un pequeño dios humano capaz de controlar lo que le rodea solo con el pensamiento, a pura telequinesis, capaz de levitar y de convertir todo en un reguero de destrucción a su paso con solo mover un dedo.
Si antaño Tetsuo era el protegido de Kaneda y el segundón que miraba con anhelo y envidia la moto roja de su amigo winner, en el transcurso del relato el objeto del deseo y poder se traslada desde la moto a las impresionantes habilidades alojadas secretamente al interior de Tetsuo y que se manifiestan de forma sobrenatural.
Es decir, el cambio de sentido va hacia una dimensión interna, propia, que nos define y podría decirse que es lo mismo que subrayar la capacidad identitaria por sobre la imposición a la fuerza de hábitos, costumbres y cosmovisiones y deseos foráneos. Objetos de deseo como el amor materialista a una moto exquisita, veloz, roja e inalcanzable que ruge merced del hálito del poder por las calles de un capitalismo feroz.
Cuando Tetsuo alcanza la calidad de un dios, con una capa roja colgando de sus hombros en señal de distinción, es de hecho confundido por la agitada muchedumbre que lo sigue y venera por Akira, es decir, por una divinidad y la religión del pasado feudal de Japón, que emerge con fuerza en una Neo Tokio que sincretiza tradición con modernidad, choca de bruces con la realidad de un siglo 21 tan caótico y tan inseguro como lo era vivir bajo el amparo del feudalismo.
“Akira” es de este modo una experiencia sensorial superior, sin duda, gracias a su extraordinaria banda sonora y espectaculares secuencias de acción que no escatiman en detalles para manifestar su ideario apocalíptico. Pero también “Akira” es una experiencia racional fabulosa: un despliegue de excelentes ideas que tienen su correlato en la realidad y en la historia reciente de Japón y Occidente, aunque claro, también tiene mucho de clarividencia y profecía sobre el futuro que estamos viviendo hoy: esta distopía gris y melancólica que nunca pensamos que llegaría tan pronto.
A 35 años de su estreno, esta cinta es tal como su propio objeto de estudio: Akira, este niño convertido en una idea divina y especie de genio dentro de la botella. Cada cierto tiempo, Akira -personaje y película- sale de su refugio del olvido y, en la pantalla de cine, nos concede el mejor deseo que nos puede dar una obra maestra como esta: el infinito placer de contemplar el fin del mundo como lo conocemos y que, pese a todo y tal como dice la canción, “I feel fine”.