Hoy es jueves. Si estuviéramos en un contexto normal, sin pandemia, sin cuarentena, la cartelera de estrenos se estaría renovando y, seguramente, estaría planeando ir a ver algunas de esas nuevas películas en el cine más cerca de mi casa. Eso y el encierro obligatorio me hicieron reflexionar sobre algunas cosas,como que durante muchos años sentí vergüenza de ir a algunos lugares o a realizar actividades, sola. Por ejemplo, a comer, a comprar ropa, a caminar, a hacer deporte y sobre todo al cine. Tal vez porque, como adolescente, pensaba que estar sola era sinónimo de no tener amigos, y a esa edad es difícil sentirse apartado, solo o diferente.
Lo que más me costó siempre fue, irónicamente, lo que más disfrutaba y, en consecuencia, lo que más me molestaba. Fueron muchas las veces que me perdí un estreno en pantalla grande porque no lograba que ninguno de mis amigas/os se interesara en la película que les proponía.
Creo que a esa inseguridad no le ayudó mucho que, las veces que veía gente sola, siempre era en situaciones que bordeaban la caricatura. Una vez, de las tantas que fui a ver dramas románticos, me junté con una amiga para ver Bajo la misma estrella. De por sí, la situación ya era bastante deprimente, la trama se centraba en dos jóvenes amantes destinados a la muerte, y eso era suficientemente triste. Pero el hombre a mi lado, que estaba solo y que tenía, creo, cerca de 50 años, lloró sin parar durante toda la proyección. Eso me hizo dudar con más fuerzas sobre la posibilidad de ir sola y ser juzgada, como yo lo estaba juzgando en ese momento.
El autorregalo de la soledad
Por suerte, con los años le encontré el gusto a la soledad, al tiempo aparte para leer un libro, para caminar sin que nadie te apure o te retrase, para escuchar la música que quieres sin que nadie se queje, e incluso, para opinar y llorar sin ser juzgado. Sólo yo y mis pensamientos y mis lágrimas. Logré encontrar en momentos que me eran impuestos, espacios de reflexión. Como, por ejemplo, los viajes que hice sagradamente durante cinco años y un poco más,desde mi casa en Maipú, hasta la Universidad, en Ñuñoa. Un trayecto de una hora y 45 minutos, a veces más, dependiendo del tráfico y el día.
A veces, para disfrutar aún más de esos momentos que aprovechaba para leer o escuchar un nuevo disco, o para estudiar o ver una serie, cambié mi transporte predilecto del metro a la micro, sólo porque me entregaba más espacio y comodidad. Aunque significara aumentar el tiempo de viaje en varios minutos, a veces horas. Fue tanto lo que me acostumbré a leer en esa conmoción constante que representa un bus del exTransantiago, que ahora me es muy difícil leer en la tranquilidad y el silencio de mi casa.
En el caso del cine, más bien, en el caso de ver películas, siempre acostumbré a verlas sola. En mi casa somos mis padres y yo, y ellos no se caracterizan por ser cinéfilos acérrimos. Todo lo contrario. Un día dedicado a ver películas nunca fue un panorama en mi hogar. Razón por la cual, gran parte de mi recorrido descubriendo el séptimo arte, ha sido en solitario. Aprendiendo y disfrutando, casi siempre, por mi cuenta.
A pesar de esa formación individual, me costó poder dar el siguiente paso e ir completamente sola al cine, por lo que la pantalla del computador se convirtió en mi mejor amiga en lo que respecta al visionado de algún film. Pararme sola en la fila de la boletería, llegar a la caja y decir una entrada para esa película, por favor era impensado. Un suplicio que no estaba dispuesta a vivir. Siempre con el señor que lloraba en el recuerdo. Ahora, que lo pienso en retrospectiva, me parece infantil, pero no me condeno, porque ¿quién no se ha sentido avergonzado por acciones del pasado que más tarde parecen obvias?
Atreverse a dar el paso
Fue hace poco más de un año que, por razones de gusto, no tenía a nadie con quien ir a ver Capitana Marvel, el debut en el papel de Brie Larson y la primera cinta en solitario de una mujer en la vasta filmografía del MCU. Tal vez dirán, pero si esa película fue tan taquillera, ¿no tenías a nadie con quien ir?. La verdad es que tengo pocos amigos, y a los que les interesaba pagar una entrada para ver una película de superhéroes al menos en esa época, eran muchos menos. Por lo que me decidí, revisé las funciones del cine más cercano y me programé para ir al día siguiente, sin compañía.
Al llegar a un cine relativamente vacío, un día de semana, no experimenté la presión socialimaginaria, que temía, por lo que no me sentí observada al adquirir el ticket. Me di cuenta de que al estar sola podía elegir cualquier lugar, porque siempre hay parejas que eligen asientos intercalados, y dejan una butaca abandonada en medio de todo, que justo resulta tener la perfecta vista hacia la pantalla.
Una vez sentada y comenzada la película, pude debatir con mis propios pensamientos. Sorprenderme y emocionarme en igual medida, sin responder a preguntas, sin preocuparme que un potencial acompañante estuviera disfrutando la película, un tema que, de verdad, me acongoja. Sólo bastaba mi opinión y los tiempos que yo decidía para entender cada aspecto de lo que estaba viendo.
Fue, realmente, una experiencia liberadora. Porque la cinta estaba en función de mi disfrute, de mi atención, de mi gusto o disgusto. Finalmente, de mí y no yo en función de explicarle algo a otro. Después de esa primera vez, he repetido el ejercicio un par de veces, y espero, apenas reabran las salas, convertirlo en un hábito.
Ya, pero que amargada , no, para nada. Obvio que también disfruto ir acompañada, cuando lo amerita, cuando he seguido una serie de películas con alguien. Como es el caso de la saga de Animales fantásticos , cuyas entregas he visto siempre con el mismo grupo de amigas fanáticas de Harry Potter. Para el resto, si nadie quiere ir, no espero y voy sola.
Creo que el placer de ir solo crece cuando has tenido malas experiencias yendo acompañada, teniendo que explicar cada personaje, cada easter egg, cada decisión del guion. Como cuando fui a ver Once Upon a Time in Hollywood, la última película de Tarantino, tuve que explicarle a mi acompañante quién era Sharon Tate, y por qué era tan importante que ese hombre, Charles Manson, al que nunca mencionan explícitamente, estuviese vigilando su casa. Además de interrumpir mi propia experiencia, interrumpí la del resto al hablar, aunque en voz baja.
Realmente, al igual que leer y escuchar música, ir al cine, a veces, es una experiencia que se disfruta mucho más de a uno. Y con la posibilidad que me dio NerdNews de escribir reseñas y críticas de cine, el gusto creció mucho más, porque a las funciones asignadas a la prensa, es una obligación ir solo, y son muy pocas las oportunidades que permiten ir con un acompañante.
Más allá de eso, mi yo del pasado, sin duda, estaría orgullosa de mi yo del presente. Atreverse a enfrentar una situación que produce ansiedad, sentirse observada, juzgada, y sobreponerse por el gusto y amor a la gran pantalla.De hecho, esa Javiera del pasado, en vez de vergüenza ajena, debería sentir admiración por aquel hombre llorando solo, por la historia de una película para adolescentes, en una sala repleta. Al menos la Javiera del presente lo hace.
Ahora, puedo llorar tranquilamente y sin miedo a ser observada, como cuando lagrimeé sin problemas mientras veía morir a Tony Stark, en Avengers: Endgame, o puedo estremecerme de rabia con historias como la de Parasite y demostrarlo. Y emocionarme y que se me derrita el corazón con la calidez de Mujercitas, en salas llenas de gente. Entonces, creo que ir solo al cine, y sobrevivir para contarlo, afianza, aunque sea un poco, la confianza en uno mismo. Por eso, si aún no lo intentas, te invito a darle oportunidad a esta experiencia. Le permites a tu conciencia discurrir sobre su apreciación cinematográfica, y aprovechas de autorregalarte un momento de introspección, soledad y disfrute, todo en uno. Es, en conclusión, un acto de profundo amor propio.