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    De Jerusalén a El Cairo: Un fantasma recorre Medio Oriente

    Israel tiene el récord de ser el país con más nominaciones al Oscar Internacional sin nunca haber ganado. Desde 1964 hasta el 2011 acumula 10 postulaciones, entre ellas ‘Vals con Bashir‘ (2008), que compitió por la Palma de Oro en Cannes, y ‘Pie de Página’ (2011), que se llevó el premio al Mejor Guion en ese mismo encuentro y fue la última cinta de esa nación que la Academia de Hollywood seleccionó en su quinteto habitual. La primera fue desplazada por la japonesa ‘Final de Partida‘ (2008) de Yôjirô Takita mientras que la segunda perdió ante la iraní ‘La Separación’ (2011), de Asghar Farhadi.

    Para ser un país con nueve millones de habitantes y una ubicación geográfica alejada de los centros fílmicos, lo de Israel es bastante épico. La producción audiovisual más comercial convive con una corriente cinematográfica militante y que simpatiza con los palestinos. Entre los cineastas de esta escuela destacan Amos Gitai (1950) y el documentalista Avi Mograbi (1956), que hace unos años vino a Chile invitado por el Festival de Cine de Valdivia. Son directores quisquillosos y frontales, bastante queridos en los festivales europeos y poco respetados por el establishment de su país.

    En un rango intermedio está, tal vez, el resto. Ese es el grupo que mas circula de vez en cuando en los cines comerciales del mundo y tres de aquellas películas aloja actualmente la plataforma online de Arcadia Films en su ciclo dedicado al Medio Oriente. Se trata de ‘Mis Hijos’ (2014) de Eran Riklis (1956), ‘El Repostero de Berlín‘ (2017) de Ofir Raul Graizer (1981) y ‘Descubriendo a Mi Hijo’ (2017) de Savi Gabizon (1960). La cuarta cinta es ‘Crimen en El Cairo‘ (2017), un thriller egipcio de Tarik Saleh (1972) premiado en el Festival de Sundance hace cuatro años.

    Mis Hijos’ se basa en dos narraciones del escritor árabe israelí Sayed Kashua, que acá volcó los avatares de su vida de muchacho palestino creciendo en un país con ciudadanos de primera y segunda clase. Se trata en el fondo de dos películas. En el inicio es la crónica de Eyad, un adolescente que se las arregla como puede en un exclusivo colegio de Jerusalén donde el único árabe es él. En su segunda parte es el relato de él mismo aunque más grande, y observa con algo de distancia su infancia en el pueblo palestino de Tira. Entiende que su única salida en este mundo es asimilarse entre los judíos-israelíes y, si se puede, ser exactamente uno de ellos.

    La película es una extraña mezcla de crónica costumbrista con ribetes políticos (evidentemente el director Eram Riklis simpatiza con los palestinos ocupados) y un metafórico relato de identidades superpuestas, a lo Tom Ripley de Patricia Highsmith. Esta vez, el enigmático antihéroe vive en Jerusalén.

    El giro narrativo de Eram Riklis es encomiable, pero en el cine israelí también se pueden hacer apuestas más tradicionales y no caer en lo previsible. Es el caso de ‘Descubriendo a mi Hijo’, de Savi Gabizon, cineasta de la misma generación de Riklis (es decir de 60 y tantos años y con una carrera que comenzó a despuntar en los 90) que acá nos introduce en la historia de Ariel Bloch (Shai Avivi), un hombre sobre los 50 años enfrentado a una insólita paternidad.

    Lo de Ariel es en realidad una historia de lo que no se tuvo, un anhelo de lo que no pasó. O mejor dicho, una reconstrución de una parte de su vida que alguien omitió: su ex novia de juventud, una mujer madura y ya casada (Assi Levy), le revela que tuvo un hijo de él, pero que prefirió no decírselo debido a su reticencia a ser padre. El chico se llamaba Adam, murió hace algunos días en un accidente y la madre cree que es justo que Ariel lo sepa.

    Desde ese momento comienza una peregrinación y una especie de reconversión espiritual para Ariel, un personaje que pasa de pragmático y acomodado dueño de una fábrica en Tel Aviv a rastreador errante de la pista de su hijo en Acre, balneario ubicado a 120 kilómetros al norte de su ciudad de trabajo. Primero va al cementerio donde yace su hijo, luego se aparece por el colegio, habla con el director y llega a Yael (Neta Riskin), una profesora de francés de la que Adam se enamoró sin remedio. Probablemente ella esté en el origen de la caída en picada libre del muchacho, adolescente rebelde y romántico, terco y talentoso.

    La aburrida y segura vida de Ariel se va desordenando a medida que sabe más de aquel hijo al que no conoció. Durante un sueño ve a Adam y también ve a Yael, es presa de una fantasía erótica y por un momento todo se transforma en una viñeta de Fellini, en una escena que es un directo homenaje, robo y cita a ‘Las Tentaciones del Doctor Antonio’, el episodio del realizador italiano para ‘Boccaccio 70’ (1962).

    La película plantea una salida espiritual para Adam, algo así como otra vida después de la muerte de acuerdo a una creencia taoísta. Este es el cuento al menos que le vende uno de los personajes a Ariel y él se lo cree con honestidad brutal. Su anhelo por vivir lo que nunca se experimentó probablemente lo haría convencerse de que la Tierra es plana y que existen las máquinas del tiempo.

    El Policía y el Pastelero

    El tono relativamente sereno de las películas israelíes mencionadas contrasta con ‘Crimen en El Cairo’, un disparo en la oscuridad de la corrupción. Realizada por el director sueco con raíces egipcias Tarik Saleh, esta historia cuenta la gesta maldita de un policía al que se le cierran todas las escotillas de salida en un territorio venal, impune y sin remedio.

    La evidente referencia es el film noir. Las coordenadas son el detective solitario, la mujer fatal, el crimen sin aparentes testigos, el departamento de policía sobornado. Pero estamos además en El Cairo del 2011 y el paisaje de fondo es la Primavera Arabe, una historia aparte de protestas callejeras, represión, muertes y proclamas de primera y última hora. Al escéptico e individualista comandante Noredin Mostafa (Fares Fares) poco le importa la política, pero eso no quiere decir que no posea dignidad y sentido de la justicia.

    Cuando el asesinato de una mujer en el Hotel Hilton parece estar listo para el archivador de lo no resuelto, el terco Noredin lanza la última palabra y comienza a indagar. El caso lo lleva a un empresario amigo del hijo del presidente Hosni Mubarak, por esos días enfrentado a la insurrección popular que, unas semanas después, lo tendrá enjuiciado y tras las rejas. Todas las fuerzas de choque de la burocracia y el cohecho se alinean contra los esfuerzos del policía Noredin, que bebe cada vez que puede, fuma sin parar y duerme mal, poco y nada.

    A bordo de un Mitsubishi Lancer abollado y con 20 años de uso, Noredin se dirige inexorablemente a un camino sin salida. En realidad no importa. Su vida sólo tiene sentido si antes del último suspiro aún siente algo de respeto por sí mismo.

    El ritmo trepidante y enfermizo de ‘Crimen en El Cairo’ es la cara opuesta de una película como ‘El Repostero de Berlín’, del israelí Ofir Raul Graizer, premiada en el Festival de Karlovy Vary (República Checa). Los barrios ardientes, sucios y mal iluminados de la capital egipcia contrastan con la pulcritud de Jerusalén y Berlín en la cinta de Grazier. Pero sabemos también, que son los sectores que eligen los realizadores, pues el amable Jerusalén de ‘El Repostero de Berlín’ no tiene nada que ver con los sectores más desprotegidos de la misma urbe en ‘Nuestros Hijos’. En fin, asuntos de estilos y de climas de acuerdo a las historias.

    El largometraje de Ofir Raul Graizer es el mejor del grupo. Es el primero de su realizador y la vara está muy alta para la película que haga a continuación. Un dato curioso es que Graizer filmó en Chile uno de sus primeros trabajos: se trató de un cortometraje llamado ‘La Discoteca’ hecho junto a Teresita Ugarte y parte del filme Chile Factory, donde intervinieron cuatro cineastas locales y cuatro extranjeros.

    Tras esa experiencia, Graizer hizo ‘El Repostero de Berlín’, dónde tenemos a otra alma errante golpeada por una pérdida, tal como Ariel en ‘Descubriendo a mi Hijo‘. Claro que Thomas (Tim Kalkhof) tiene 30 años menos, es alemán y mucho, mucho menos parlanchín. Por el contrario, Thomas es todo gestos, miradas y movimientos. Un joven pastelero que apenas se mueve a sus anchas y sepulta la timidez cuando está en la cocina y puede crear.

    En el inicio de la película, Thomas es abordado por Oren (Roy Miller) en su café de Berlín. Casado, profesional y exitoso, Oren logra sublimar su naturaleza gay fuera de casa, en los viajes que regularmente hace a la capital alemana por motivos de trabajo. Acá entabla esta relación intermitente con el buen y apacible Thomas, quien le pregunta de vez en cuando por su esposa e hijo. No se entromete más de la cuenta y no pide más de lo que tiene. Sabe que tuvo suerte de conocer a Oren y se contenta con unos cuantos días al año.

    Pero Thomas no es un estafador y lo que siente por su fugaz pareja es auténtico. Al enterarse de su muerte en un accidente en Israel, decide viajar a Jerusalén, conocer los lugares de los que le habló alguna vez e ir al café restaurante que atiende Anat (Sarah Adler), su viuda. Joven, levemente demacrada y melancólica por razones al parecer evidentes, Sarah le ofrece trabajo a Thomas como lavaplatos y luego como cocinero.

    Por mucho tiempo no hay revelaciones entre ellos y nunca se habla del desaparecido Oren. El buen carácter y el espíritu trabajador del silencioso Thomas juegan a su favor ante las peticiones y la vida difícil de Sarah. Sólo un cuñado de ritos más ortodoxos y celoso de las prácticas religiosas inquiere a la mujer por el pastelero de Alemania, el país más trágicamente ligado al pueblo judío.

    En ese momento uno puede leer la película a muchos niveles y no deja de tener algo de justicia que un ciudadano de la ex capital del Reich trate de darle una mano a una chica hebrea atrapada en la desgracia, el luto y la mala suerte. Al realizador y guionista Ofir Rau Graizer no le hacen falta demasiadas palabras para contar esta historia que, a veces, puede ser de solidaridad, de locura, de muerte o de fantasmas.

    Los dos actores principales roban cada encuadre de Graizer, quien tiene el mismo tacto para los rostros y para las tortas, para las miradas de Sarah y para las galletas de Thomas. Es parecido al efecto que se producía en ‘La Once‘ (2015) de Maite Alberdi, otra película que uno disfruta no sólo con la vista y los oídos, sino también con el sentido del gusto. Un cineasta total.

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