Esta breve carta está dirigida a esa gran carta de amor al cine de Hollywood que es Once Upon A Time in Hollywood: una tremenda historia que cada vez que me la repito en el cable, pues me deja igual de sorprendido que la primera vez que la vi, hace ya más de un año.
Tuve el privilegio de admirar Once Upon A Time en Cannes y su director, Quentin Tarantino, me explicó luego en rueda de prensa cómo fue trabajar con la chilena Lorenza Izzo.
Más allá del chilecentrismo, lo que recojo es lo que resume: el cine fue, es y será el tema principal de su cine. Lorenza Izzo interpreta a una actriz italiana y su rol es secundario, aunque a tono con todo lo que propone la cinta: ser un espejo del Hollywood que no existe en la realidad, pero sí en el reflejo de la ilusión.
El telón de fondo es la macabra historia real de Sharon Tate (Margot Robbie), la actriz que fue asesinada con avanzados meses de embarazo por miembros de la secta de Charles Manson. Sabemos que eso pasó. Y cada paso de esta representación simulada avanza hacia ese inevitable final. Incluso, los vecinos de la luminosa Sharon Tate son parte de este camino al cadalso. Hablo de un mal actor de TV (Leonardo DiCaprio) junto a su doble de acción (Brad Pitt). Ellos son la punta de lanza de un coro de personajes que son, casi todos, actores, actrices o sus dobles, literales dobles de acción.
Once Upon A Time in Hollywood se trata entonces de cine dentro del cine, de actrices, actores y sus dobles, y la idea de lo doble transita vigorosamente por esta carta de amor hacia Hollywood.
Es una muestra de cómo un director, en su novena película, sigue enamorado del cine cutre, las series de TV desechables, el dato trivial y la vida detrás de las cámaras y les da visibilidad a los que son olvidados en la pantalla, los dobles de riesgo, que ocultan sus caras y muestran torsos, traseros, espaldas y hacen lo que nadie más se atreve, para que la magia del cine funcione. Y hacernos creer que el que salta en la explosión ES LA ESTRELLA y nadie más que la estrella de la película.
Ver Once Upon A Time
es una experiencia única, porque es un road trip por el mito y la leyenda de Hollywood, atropellando de vez en cuando el fracaso y la tragedia caníbal y asesina que subterráneamente cruzan por la Meca del cine.
Una vez más, Tarantino hace lo que mejor sabe hacer: nos hace mirar lo que él ya ha visto miles de veces antes y lo hace lucir como nuevo, radiante. Sin aparente uso, aunque la verdad sea que esta ilusión es tan vieja como el hilo que alguna vez fue negro, y que pasa sabiamente inadvertido cuando un maestro del cine lo sabe blandir en la costura de una carta de perfectas dimensiones como esta.
Solo me resta decir:
Tarantino que estás en las películas
Santificado sea tu nombre
Amén.