En una noche donde el otoño comenzaba a asomar tímidamente sobre las calles de Toronto, el estreno de The Life of Chuck fue más que una película: fue un acto de ternura, una coreografía de despedida, una carta de amor al milagro sencillo de estar vivos.

Dirigida con inesperada delicadeza por Mike Flanagan —conocido por teñir de horror nuestras noches con The Haunting of Hill House y Doctor Sleep—, esta vez eligió otra ruta: la del asombro cotidiano, el susurro del tiempo que se nos va, y la certeza de que, aun sin saberlo, todos somos el centro de un pequeño universo.
La historia, basada en un relato breve de Stephen King, se divide en tres actos contados al revés. Al principio (que es el final), el mundo colapsa. Pero no con fuegos ni invasiones. Colapsa en silencio, con los anuncios de una figura desconocida: “Gracias por 39 años excepcionales, Charles Krantz.” Esas palabras aparecen en vallas publicitarias, transmisiones televisivas, incluso escritas en el cielo. ¿Quién fue Charles Krantz? ¿Y por qué lo estamos despidiendo todos al mismo tiempo?
Tom Hiddleston, en una de sus actuaciones más sensibles y contenidas, le da cuerpo y alma a Chuck. No con gestos grandilocuentes, sino con la presencia silenciosa de quien ha amado, ha perdido, ha reído en el rincón más olvidado de una oficina. Chuck no es un héroe. Es un contador. Un hombre común. Pero, como nos irá revelando la cinta, ser común puede ser lo más extraordinario de todo.
En el segundo acto, ocurre algo inesperado. En medio del caos, Chuck baila. Sí, baila. Con una joven (interpretada con gracia y fuego por Annalise Basso), en una coreografía que parece salida de un sueño. Es una escena larga, hipnótica, coreografiada por Mandy Moore con alma de celebración. La ciudad los mira, la música estalla, y por un momento, el mundo deja de caerse. La muerte retrocede. Chuck ríe. Y nosotros también. Porque entendemos —o quizás recordamos— que bailar también es una forma de resistir.
El tercer acto nos lleva al comienzo de todo: la infancia de Chuck, su relación con su abuelo (un contenido Mark Hamill) y los momentos fundacionales de una vida sencilla. Allí, sin estridencia, la película deja caer su mensaje más poderoso: no hace falta salvar el mundo para ser amado por él. Vivir con gentileza, mirar a los ojos, dejar una huella silenciosa… eso basta.
Mike Flanagan abandona los sustos, pero no el misterio. Esta vez, el enigma es otro: ¿cómo una sola vida puede contener tantas? La respuesta está en la frase de Walt Whitman que da título a uno de los capítulos: “I contain multitudes”. Y así es Chuck: un hombre como cualquier otro, pero hecho de incontables historias, afectos y momentos diminutos que lo convierten en un universo.
Al terminar la función, la sala se quedó en silencio. Nadie se movía. Después vinieron los aplausos, largos y conmovidos, como si todos hubiéramos recordado algo que habíamos olvidado: que también nosotros seremos, algún día, una memoria flotando en la luz.
The Life of Chuck no es un drama apocalíptico, ni una fantasía, ni una simple adaptación de Stephen King. Es una meditación dulce y poderosa sobre la muerte, sí, pero sobre todo sobre la vida. Sobre lo que queda cuando nos vamos. Sobre los que nos recordarán. Y sobre la importancia de bailar, incluso cuando el fin esté cerca.
En un festival repleto de estrenos ruidosos, efectos digitales y ambiciones desbordadas, esta pequeña joya brilló con luz propia. No por su espectacularidad, sino por su humanidad.
Gracias, Chuck. Gracias por recordarnos que lo simple también puede ser sagrado.