Tres películas que forman parte de la Degustación Maestra que ofrece ArcadiaFilms.
En el Círculo Polar Artico, en un poblado con escasas almas y mucho vodka, vive Kolya y su familia. Heredó una casa de sus padres que, a su vez, era de sus abuelos, está casado con una mujer bastante menor y tiene un hijo que viene de un matrimonio anterior. Kolya (Alekséi Serebryakov) parece ser un buen hombre y sólo su temperamento algo voluble le juega de vez en cuando una mala pasada. Trabaja en un taller mecánico, madruga bastante, bebe más de la cuenta y la vida no le sería tan hosca si no le hubiera tocado nacer en el lugar equivocado y en una época inoportuna.
Zona de imponente belleza natural frente al embravecido Mar de Barents, el terruño en que viven Kolya, su mujer Lilia (Elena Lyadova) y el muchacho Roma (Serguéi Pojodáiev) está en la mira del corrupto alcalde Vadim (Román Madyánov), un miserable que amortigua sus culpas con el no menos venal obispo ortodoxo Arkhierey (Valeriy Grishko). Acorralado por la orden judicial de desalojo y compra del terreno por parte de la autoridad local para instalar una especie de resort, Kolya se defiende como puede frente a la humillación personal y el despojo material.
Pero nuestro héroe es un hueso duro de roer incluso para los más poderosos de la región, y dará batalla a través de las acciones legales que su amigo abogado Dmitri (Vladimir Vdovichénkov) emprende contra el alcalde. No se trata de una estrategia cualquiera, sino que de una acción mediática respaldada con documentos que pueden exponer el oscuro pasado de corruptelas de la autoridad. A menos, claro, que Vadim ceda a la presión.
En este pantano de desigualdad e ilegitimidad se desarrolla la trama de Leviatán (2014), la película del realizador ruso Andréi Zviáguintsev (1964) que alude con su título al monstruo marino bíblico representante del mal, pero también a la utilización que el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) hizo de esta figura: Leviatán es el Estado todopoderoso ante el que los individuos poco y nada pueden hacer.
La película respira y rezuma un sentido de fatalidad que sospechamos desde un principio y que poco a poco nos alinea junto al decidido, sanguíneo y malogrado Kolya. De las cuatro cintas que ofrece Arcadia Films en su pack Degustación Maestra ($ 4.000 por todas, durante 30 días), Leviatán es el más implacable, sin ventanas de escape. No está hecho a imagen y semejanza de Dios, sino que castigado por ese mismo Dios, en el molde dejado por el Yaveh bíblico.
La película fue en su momento objetada por el gobierno ruso, pues en su descripción no dejaba títere ni marioneta con cabeza, incluyendo Vladimir Putin. Políticos y religiosos están en el primer peldaño de la descomposición moral y el realizador Andréi Zviáguintsev no se anda con remilgos para pintar un cuadro que no es de brocha gorda, sino que de trazos y tonalidades trágicas.
Dramas telúricos
En este viaje al cine ubicado al este del Paraíso (si es que entendemos el Edén como Europa Occidental), el combo de Arcadia también incluye a El Viajante (2016), la cinta por la que el iraní Asghar Farhadi (El Pasado, 2013) se llevó su segundo Oscar a Mejor Película Internacional tras Una separación (2011). El espíritu de esta historia parece venir menos de las irrevocables fuerzas externas que de las pulsiones propias de sus protagonistas, en particular de Emad (Shahab Hosseini), un actor y profesor que representa La Muerte de un Viajante de Arthur Miller junto a su esposa Rana (Taraneh Alidoosti) en un teatro de Teherán.
Si en Leviatán uno puede adivinar los designios de una trama aplastante, en la película iraní parecemos en principio tan descolocados y desorientados como sus personajes. El realizador se solaza en trazar líneas en diversas direcciones a modo de preámbulo para una historia final que tendrá toda la grandeza y la infalibilidad de un movimiento de placas tectónicas.
Un país sísmico como Irán (su capital Teherán tiene bastantes similitudes con Santiago, por lo demás) es perfecto escenario para lo que se cuenta. En ese sentido, el temblor con que comienza la trama es un recurso magnífico y hasta establece el tono de lo que podrá venir. El bonito departamento de Emad y Rana queda dañado después de aquellos movimientos de tierra provocados por una máquina retroexcavadora en una zona aledaña y ambos deben buscar refugio en un hogar de emergencia.
En este nuevo apartamento ubicado en el último piso de un viejo y destartalado edificio se producirá el hecho que desquiciará a algunos y desvirtuará la vida de otros: en un descuido, Rana deja la puerta abierta y un extraño ingresa con intenciones más bien funestas. Este punto de inflexión hace que la película cambie de ritmo y de tono, adentrándonos en el orgullo herido del buen Emad, un hombre racional y trabajador, del que no sospechamos ningún arranque de nada a menos que sea en la obra de teatro en que actúa.
Después de dos filmes más o menos cataclísmicos, Mandarinas parece ser un oasis de buenas intenciones. Es curioso, pues se trata de una historia ambientada en medio de un conflicto bélico, con balas, bajas, rifles y ametralladoras. Sin embargo, la mirada y el cristal con que se mira es lo que los artistas le aportan a la vida y así es como el realizador georgiano Zaza Urushadze (1965-2019) nos entrega una cálida fábula de relaciones humanas en tiempos de guerra.
La película no tiene el aliento devastador de Leviatán, Sueño de Invierno o El Viajante, pero a cambio aporta con un raro encanto, subrayado por la puesta en escena, el entorno y las actuaciones. La historia transcurre durante el conflicto que abatió a abjasios y georgianos entre 1992 y 1993. Los primeros, un pueblo norcaucásico que buscaba independizarse de Georgia con el apoyo de Rusia y de mercenarios chechenos, han emprendido una inmisericorde limpieza étnica. Los georgianos, no menos inclementes, quieren frenar cualquier intento separatista.
Entre ambos grupos se ubica una minoría de estonios, descendientes de aquellos que a mediados del siglo XIX fueron llevados por el zar a repoblar la zona en detrimento de los abjasios de Georgia. Cuando ya la mayoría de los estos bálticos trasplantados ha retornado a Estonia, el pertinaz Ivo (Lembit Ulfsak) sigue aferrado a su pedazo de tierra, a su casa y a la relación laboral y de amistad que lo une con Margus (Elmo Nüganen), estonio como él. Juntos se dedican al negocio de las mandarinas: Ivo hace las cajas de embalaje y Margus tiene los frutos.
La bucólica y verde tranquilidad de esta vida pastoril se ve interrumpida cuando una escaramuza entre separatistas y georgianos termina con varios muertos y dos heridos de ambos bandos. Se trata de Ahmed (Giorgi Nakashidze), que es un mercenario checheno bajo mando abjasio, y de Nika (Misha Meskhi), soldado georgiano. El buen Ivo decide darle cuidado y cobijo a ambos, pero más temprano que tarde se dará cuenta que la guerra puede continuar por otros medios entre sus belicosos huéspedes.
Mandarinas podría haber caído en el tan tentador cuento con moraleja, pero de alguna manera su director se encarga de sorprender con los giros entrañables de sus protagonistas. Es un poco triste comprobar que el realizador Zaza Urushadze murió a fines del 2019 con apenas 54 años y que el principal actor, el estonio Lembit Ulfsak, había fallecido dos años antes a los 69. Fue gracias al financiamiento de georgianos y estonios que Mandarinas se hizo posible y ya hubiéramos querido seguir viendo otras colaboraciones entre ambas naciones o entre Urushadze y Ulfsak.
Si en Leviatán esperamos el peor destino y en El Viajante no sabemos a que atenernos, en Mandarinas hay una tenue luz al final del túnel que puede seguir llamándose esperanza. Es lo mejor en estos tiempos de global inclemencia pandémica.