«Waka, waka, waka, waka.
Waka. Waka. Waka. Waka.
Waka, Waka. Waka, Waka.»
Pac-Man
Esa experiencia ritual, iniciática y muy adictiva de los años 70s, 80s y 90s que consistía en ingresar en los salones arcade (sala de maquinitas, centro de chispas, local de recreativas) para sumergirse en un oasis virtual de videojuegos, es la sustancia teatral de la nueva obra del dramaturgo mexicano Richard Viqueira: Dios juega videojuegos y yo soy su puto Mario Bro$.
Este retro, provocativo y alucinante arcade escénico ha sido estrenado en dos temporadas seguidas jueves, viernes, sábados y domingos entre el 22 de octubre y el 21 de noviembre de 2021, en el Foro 4 – Espacio Alternativo del Centro Cultural Helénico de la Ciudad de México.
Visto desde su estreno, desplegar en escena su propio videojuego teatral parecería una idea lógica y orgánica para el tipo de teatro que caracteriza el catálogo de Richard Viqueira y era cuestión de tiempo que lograra cristalizar un proyecto así de atractivo, retador y en muchos sentidos disruptivo.
No sólo porque el autor de obras como Bozal, Psicoembutidos, Monster Truck, Hombruna o Desvenar sea un declarado gamer y, en última instancia un consumidor-reflejante de la cultura pop, sino porque un título como Dios juega videojuegos y yo soy su puto Mario Bro$ le permite sintonizar con una dramaturgia no convencional, que lo menos que necesita es un público apoltronado en su butaca, satisfecho de un paladeo intelectual, pero más bien a punto del bostezo.
La concepción de esta obra, el desarrollo de sus mecánicas y flujos de contenido, así como el planteamiento de sus dinámicas lúdico-dramáticas, le llevó a Viqueira cerca de una década.
Pero, sin duda, ha valido el esfuerzo, porque ha pasado a un siguiente nivel.
Fight
Sin abandonar una profunda naturaleza teatral en su planteamiento, Dios juega videojuegos y yo soy su puto Mario Bro$ es un concepto escénico inmersivo, contemporáneo y a la vez una aventura gamer que deja atrás todo adjetivo kamikaze referido a su autor.
Algo, por lo demás, muy global en sus referencias y alcances potenciales.
Richard Viqueira ahora debuta como programador, no sólo de la puesta en acción de los actores de su compañía Kraken Teatro, sino de las reacciones emocionales del público asistente.
Quizás eso es lo que Viqueira siempre ha hecho a lo largo de su trabajo dramatúrgico: que sus espectadores se levanten de su asiento pasivo y se integren a su trazo escénico, tanto como del juego multivalente de la vida.
Pero en este espectáculo de 60 minutos de duración, resulta muy claro que ninguna cuarta pared impide el mecanismo catártico de ser parte de lo que se presencia.
Our princess is in another castle!
El público videojugador de esta obra no necesita del video para también ser jugado y visto por los demás compañeros de sesión y elenco de la obra. Ojalá no siempre al llegar a su game over, lo que también es posible.
El flujo de los contenidos de cada juego, la sensación de control aparente de lo que se juega y del destino mismo de los personajes, tanto como el placer o la frustración del gamer, son ingeniosos mecanismos programados por Viqueira para reflexionar sobre la libertad, el libre albedrío o el condicionamiento determinista que rige la vida personal, el mundo y la existencia misma.
Dios juega videojuegos y yo soy su puto Mario Bro$ no es una obra discursiva, moralizante ni mucho menos ofrece respuestas sobre la vida contemporánea. Puesto que en sentido general, la historia que se cuenta, si es que hay una, se cuenta a partir de las mismas acciones que decide emprender el público asistente.
La trama, igual que las preguntas, las pone uno mismo.
¿Se puede salir de un universo que ya ha sido programado? ¿Qué tan ridícula puede ser la pretensión de considerarse único y detergente, cuando tampoco es que haya muchas opciones y alternativas para ser único?
¿Los seres humanos somos simples vectores de un posible psicohistoria a lo Hari Seldon y, por tanto, como grupo masivo, somos predecibles e incapaces de cambiar el rumbo?
¿Y dónde queda la individualidad?
Insert Coin
El gamer recibe 15 monedas antes de ingresar en la sala arcade, que lo aguarda con música de sintetizador y penumbra, como si fuera a confundirse con lo que hay dentro de una pantalla de un videojuego.
Ahí, la luz difusa contribuye a la aventura extrema que consiste en dejar fuera la realidad cotidiana. La vida diaria no cabe, ni se desea mientras se recorren las opciones para jugar.
Si en Toy Story los juguetes cobran vida tanta como puedan cobrarla los dibujos animados, en Dios juega videojuegos y yo soy su puto Mario Bro$ los personajes de videojuego saltan de las pantallas, en una dimensión más allá del metarrealismo o la realidad aumentada y todo ello sin necesidad de comerse los hongos de Súper Mario.
Hay, en la sala, una decena de gabinetes de esas maquinitas que suplican la moneda del visitante y a cambio ofrecen diversos géneros de juego como los de lucha, baile, simulación, estrategia, disparos, RPG o plataformas.
Aunque cambiarán varias veces a lo largo de la sesión, para aumentar el interés y la jugabilidad del público, hasta completar una biblioteca de juegos superior a las tres decenas. La variedad de títulos y las posibilidades de rumbo que puede tomar cada uno de ellos hace imposible agotar la totalidad de la experiencia o repetirla con exactitud en una nueva incursión.
Ese sentimiento de lo fragmentado y la aspiración egocéntrica de abarcar lo inabarcable producen la necesidad psicoemocional de volver a jugar y acaso es un germen de laboratorio que permite comprender una faceta de la adicción, junto con la satisfacción y las recompensas. Que en este caso consisten en billetes y más monedas, con los que se puede interactuar en otras maquinitas.
Algunos de esos softwares, como el de combate o el de baile, se desarrollan con extroversión y espectacularidad casi fanfarrona. Con una combinación de botones es posible aplicar combos o realizar secuencias de lucimiento a ojos de los demás asistentes un máximo de 30 en cada sesión, tres sesiones por día. Se siente muy bien el triunfo de la habilidad, la coordinación o la experiencia técnica, sobre todo ante una audiencia que se mantiene al pendiente de la batalla.
Otros juegos son tan íntimos que pueden producir rubor, vergüenza o todo lo contrario: cierta excitación no sólo de realizar lo que no se haría en la cotidianidad, sino también del resplandor de una experiencia teatral personalizada, que se crea y consume hasta agotarse al momento, de manera individual.
En esa complicidad irrepetible entre juego y jugador, por medio del joystick y los botones, se ponen a prueba las cartas éticas, el pensamiento moral y, en rigor, los límites entre lo lúdico, lo estético, lo efímero y lo trascendente.
Y es que el alma de esos videojuegos de Viqueira no son pixeles ni unos y ceros, sino otros seres humanos, que no pierden esa condición esencial por actuar, sino acaso la incrementan ante los ojos sorprendidos o risueños del espectador.
You win?
¿Y entonces tiene o no consecuencia moler a combos a dos combatientes, azotarlos en el piso para quebrarles la columna? Más allá del potente esfuerzo físico que se despliega en la obra, ¿impacta lo mismo si esos peleadores son hombre-hombre, mujer-hombre o mujer-mujer?
¿Mirar las sinuosidades semidesnudas de un personaje de videojuego mientras se interactúa con él a través de la pantalla, equivale a hacerlo con una persona sin ninguna consecuencia emocional o fisiológica para ambos?
¿Quién podría presumir la victoria en una competencia de insultos y señas misóginas, jugada contra una mujer sin quedar como un pinche macho?
¿El gamer que controla a su personaje favorito querría compartir las palizas y torturas, caídas y electrocuciones que sufre para ayudarlo a cumplir su misión o al menos para aligerársela?
¿En qué punto se topan la inconsecuencia y el sadismo, el valemadrismo y la empatía, el ansia heroica con el tanático instinto de destrucción por medio de un aparente juego?
El público toma decisiones, determina con sus pulsiones el desarrollo de ciertas historias y eso le da poder y gusto.
Aunque sólo aparentemente.
El virtuoso y resistente elenco de actores (Richard Viqueira, Valentina Garibay, Nane Aguilar, Ana Corti, Margarita Lozano, Omar Adair, Pastor Aguirre, David Blanco y Ángel Luna) está programado por el libreto como por la puesta en escena Viqueira aquí es la deidad que juega, aunque la paradoja es que sin ese todo que forman lo intérpretes y su público se quedaría sin dados qué jugar hasta el punto de languidecer, con un alto requerimiento para actuar; es decir, para plantear, dar curso y resolver los niveles a través de la improvisación.
Y en ese contexto, las historias que de pronto cuentan los personajes se escuchan incompletas, opacadas por la música a alto volumen o simplemente son ignoradas por el gamer que sólo quiere continuar jugando.
¿Qué otra prioridad podría existir en una sala arcade, sino acumular puntaje, derrotar al rival o arrancarle una vida extra al sistema?
1-UP
Al terminar la sesión, en medio de un performance musical entre erótico y bizarro en el que los personajes se confunden entre los asistentes, en realidad pocos se quieren ir.
Permea un halo de adicción a seguir siendo atendido por esos videojuegos de carne y hueso. Aunque lo que más se les vea es justo la carne, también afloran sus emociones y una amplia gama de sentimientos que comparten con el público.
En los gamers hay gratitud y melancolía por convertirse al lado de esos personajes de ficción gracias a ellos, en héroes escuchados, que encontraron un sentido y una misión en la vida contemporánea.
Y es que la vida puede continuar sin ellos, a diferencia de lo que ocurre en ese salón arcade, donde el asistente tiene una importancia sustancial, pues sin él y su manipulación de palancas y botones no se puede continuar el juego y todo termina.
Lo que ocurre en estas chispas, con estas maquinitas, requiere de nosotros.
Ahí, de alguna manera, somos también dioses.
Es cierto que hay bugs, reseteos, derrotas y ganas de reinsertar una moneda para jugar de nuevo y corregir lo que se ha hecho mal en la anterior partida.
Pero igual es posible cobrar revancha o aliviar la profunda insatisfacción que invade al asistente cuando se le acaba el tiempo, las monedas o los dioses mismos.